odos hemos estado cientos de veces en los mismos sitios: aquellos lugares transitados que de vez en cuando, nos recuerdan a alguien. Y justo sucede cuando menos lo esperas, algo conecta contigo de una forma tan especial que todo parece cobrar cierto sentido. Yo precisamente ese día pensaba en otras cosas, era fin de semana y con los amigos celebraba un fin de semana especial: alejarnos de la rutina semanal y encontrarnos de nuevo todos. Giré una esquina en una céntrica calle de Barcelona, y de repente lo vi: un inmenso, inesperado, inquietantemente familiar graffiti que dibujaba el rostro de Steve Jobs.
Más allá de la anécdota –la imagen puedes encontrarla en mi Instagram– aquello me dio por pensar en cierta metáfora. ¿Cuántas veces tendremos a Steve Jobs tan cerca como al girar la siguiente esquina, dentro de cada pequeño acto cotidiano? El valor de las ideas de este genio sirvió para impregnar a todo el mundo de la tecnología, no sólo a Apple. Cuando utilizamos un ordenador, instalamos una nueva aplicación en un teléfono inteligente o disfrutamos de nuestra tableta en el salón de casa, debemos sentirnos “tocados” en cierta forma por su visión del mundo. En ninguna de sus revoluciones llegó el primero, pero al igual que el artista que sabe ver la obra de arte dentro de un bloque de mármol, él sabía exactamente qué había que pulir. Qué partes sobran, qué hay que perfilar, dónde imagina que acabará sus días cada escultura. Cada producto lo convirtió en un pequeño milagro artístico, traspasando la tecnología que lo hacía posible, llevándonos más lejos. Como si fueran bicicletas para la mente.
Hace pocos días se cumplieron los cinco años de su fallecimiento, un día colmado de emociones para quien entendemos que el ser humano ya no estará físicamente aquí, pero veremos sus obras perpetuadas con el quizás mejor producto de la nueva Apple: su propio equipo. La capacidad de propagar el ADN de la compañía y saber situarla alejada del resto. De las prisas por ser los primeros, del falso engaño de las características tramposas que luego no sirven de nada, de esos productos de la competencia llenos de muchas cosas pero tan carentes de lo esencial: un concepto propio, guiado por la idea, de alguien que lo proyecta más allá de donde está ahora.
Si sólo pudiera ver un documento de entre todos los que deben existir por el mundo, encerrados en cajas fuertes, salones secretos o confinados en la última estancia de la multinacional más poderosa, ese sería aquel donde Steve Jobs –a buen seguro– describió el futuro a la nueva Apple. Este documento –ficticio, porque probablemente sean muchos más, o quizás no sea ni siquiera un documento– seguro que mostraría un futuro de inventos e ideas imposibles de construir técnicamente hoy en día, ni siquiera diez o veinte años adelantados en el futuro. Aquella suerte de bocetos con ideas para el mañana, hilados por el mismo conductor que despegó a Apple de la bancarrota a finales de los noventa, es la pura vibración de algo que no imaginamos aún pero queremos ver: es pensar que podemos ser mejores a cada segundo, y trabajar para conseguirlo en exactamente todos y cada uno de los detalles de todo lo que hacemos.
Y aquellos ojos, parecieron que me miraron desde la pared. Desde aquel último suspiro de alguien que cinco años atrás entristeció al mundo de la tecnología, y que nos trajo cambios tan increíbles como para darnos alas para soñar con nuevos. Eso es lo que hay que pensar cada día, entender que en cara giro de esquina está el futuro, y con suerte, volveremos a ver a Steve Jobs en él.
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